La sordera, el gospel y las plegarias no atendidas.

Hay cosas que a veces hacen difícil lo que es fácil y gozoso, placentero. Lo digo porque de pronto el estado de gracia de esta mañana de domingo, lo rompe un suceso inesperado. En un lugar cercano se empieza a oír un canto coral, atascado en una sola nota, como si no pudiera levantar vuelo, capaz con su estribillo ininteligible de sacar de casillas al más santo. De tanto repetirse, pronto alcanza una especie de ritmo frenético y entonces caigo en cuenta de que se trata de la vecina iglesia cristiana y de sus feligreses que de esa manera hablan a Dios. A un Dios sordo seguramente porque la insistencia pasa a convertirse en un reclamo de no acabar, en un Hosanna que de repetirse y repetirse más parece, en su tono, un pedir agresivo y sin alternativas. O mejor, sin posibilidades de respuesta, dada la forma en que, en estas catedrales de garaje, se le canta a quien, hace solo unos siglos, unos decibeles más abajo, los fieles se le dirigían entonando cantos gregorianos, con luminiscencias arcangélicas, mucho más fáciles de acatar que estos estólidos berridos de ahora.
De ser yo Dios, no los escucharía (como trato inútilmente de no hacerlo ahora, acudiendo a toda clase de subterfugios, audífonos incluidos), y con un dedo amenazador, bíblico, les señalaría, transportándolos incluso al pasado, las plantaciones de algodón y a la legión de negros esclavos, transformando su desgracia y anhelos de libertad, en hermosos negro spirituals, himnos que el domingo coreaban con gracia en sus parroquias rurales. En ellos, como se sabe, daban cuenta de su drama pero también de la melodía incomparable que encerraba su corazón, a la que ningún mortal, cualquiera sea su credo, le es indiferente ayer y hoy.
Y, además, en funciones netamente escolares, los sentaría a escuchar toda aquella música que de allí ha derivado: la góspel, los blues y a Areta Franklin y Billie Holyday y Elvis, para no hacernos muy largos. Y cada ocho días volvería, de ser Dios, a ver si hay adelantos. De no haberlos, de seguir con el treno abambucado capaz de espantar al más santo, les haría saber que sus plegarias no son atendidas y descargaría sobre esas capillas de segunda, tan ajenas a una verdadera humildad, todo el mal genio. Más vale el silencio que los anhelos de codearse con la divinidad de esa manera.
Eso pienso mientras el domingo avanza; mientras me pregunto cuándo irá a terminar tal anomalía imperdonable, tal desacato.
Sin embargo, cuando menos lo espero, las cosas vuelven a su curso. El coro cesa, así la batería que lo compaña y guía, incontrolada, se alargue unas notas más. Y, al fin, de nuevo torna el silencio y sus diversa y gentiles vertientes que impiden considerarlo mera materia oscura: las aves cantan, una brisa fresca pone a danzar la copa de los árboles, las nubes juegan a ser Picasso y dibujan figuras de dos cabezas que enseguida borran para dar paso a algún Titán goyesco y el perro, feliz de la vida, menea la cola y ladra muy suave como para no ir a incomodar o a hacer huir esa presencia invisible que, estando en todas partes, hace del domingo un día distinto a todos. Al menos con la armonía y el regocijo interior que por ser el día del Señor, le corresponde