El Ciervo.

por restrepoelkin

No tengo una fecha para comenzar esta historia que, por lo demás, me parece  ha existido siempre. En este oficio, mi oficio, si puede llamarse así, he visto correr los años uno tras otro,  tan invariable el último como el primero, y sin una expectativa diferente a ofrecerle una impresión de libertad al gran ciervo del cual cuido.

Desde que me conozco, no he hecho otra cosa distinta a lo que a diario hago: mantener el piso limpio de excrementos, proveer de alimento al animal y cuidar que ningún hecho externo, por nimio que sea, afecte su natural condición. A diferencia mía, él dispone de un muy amplio espacio, dividido en compartimentos, cuyas medidas no siempre son iguales, y que he de mover de un lugar a otro, variando su composición, según lo exija su ánimo o la necesidad.

Amplios o reducidos, el dibujo de sus espacios siempre cambia, nunca es el mismo, pues las necesidades de un ciervo en cautiverio ponen en permanente cuestión las dimensiones del lugar que se le ha destinado. Y es como si, a cada momento, hubiera que modificar un mapa que no alcanza mayor estabilidad por más que se quiera. Así lo veo yo, cuando voy de un módulo a otro, modificando su relación, según la circunstancia, obligándome a un esfuerzo que ni aún en la noche, cuando la bestia dobla la cerviz y descansa, logra un límite.

Facilita las tareas que están compuestos por un complejo sistema de paneles de cristal y rieles que ajustan milimétricamente y corren con facilidad de un lugar a otro, entrecruzándose, sin tropezar y hacerse añicos, y ocupando en su conjunto un terreno cercano a aquél que por lo general un ciervo dispone en su vida silvestre. Proyecciones holográficas lo completan, mitigando enseguida cualquier asomo de tedio o añoranza por parte del cautivo.

Desde mi lugar en lo alto del acertijo arquitectónico, lo sigo con el par de prismáticos,  atento a cada circunstancia y actuando al menor motivo. Esa es mi tarea, adelantarme a cualquier eventualidad y dar seguridad de que mi relación con el ciervo no ha cambiado y aún se conserva  como desde un principio, y así seguirá hasta que uno de los dos muera.

Ahora, si se me pregunta quién es el autor de semejante construcción, cuál el tiempo gastado en ella, la cantidad de cristal o acero invertido, el número de operarios; en fin, cuál la historia que allí existe, tengo que aceptar que no tengo una respuesta. Por lo pronto, levantar una edificación de cristal para darle un hogar digno al ciervo, actúa como razón suficiente. Razón que compromete la mía y a ella me subordino.

Tengo que decir, en alabanza al diseño, la previsión y los cálculos, a la nobleza de los materiales y propósitos, que, según la instancia, cada panel despliega automáticamente una película oscura sobre la cual, sirviéndose de una serie de aplicaciones computarizadas, se proyectan imágenes odoríferas de llanuras, manadas, temporales y sequías, a fin de que el animal acepte el artificio sin problemas o reserva alguna.

Al aceptarlo como su medio natural y, desde que era un cervatillo, entregarse a mis cuidados, lo he visto crecer y tornarse poderoso, un bello milagro de la naturaleza.

Hoy existe tanta majestad en él, tanto brillo iluminándolo, que no sólo toda servil dedicación se justifica, sino que entenderlo de otra manera, no constituiría una relación correcta con el mundo. Por lo demás, el animal actúa como si apenas cayera en cuenta de ello, aunque nada lo sacaría de su papel de soberano de esas vastedades.

De los días, hay uno, que es tan diferente, como lo es el domingo respecto al resto de la semana, pues indica una variación en los hábitos que ordenan la existencia dentro de aquella múltiple armazón de cristal. Sucede cuando las puertas se abren al público y quien quiera puede acercarse y observar al venado. Entonces las decenas de paneles y módulos se reducen a unos pocos –  introducirlos unos en otros, me lleva la noche entera-, de suerte que, ante la vista de los visitantes, pegados al vidrio más externo, quede un amplio espacio central donde contemplar al único ejemplar de cérvido que existe en estos lados.

Pese al tiempo, la curiosidad no disminuye y son mayoría los grupos familiares que garantizan que ese día es y seguirá siendo el gran día entre todos. Un día que no tiene fecha fija y para el cual hay que estar atento a su anuncio en los distintos medios públicos.

Su frecuencia, la periodicidad es también caprichosa, pues hay semanas en las que es posible acudir dos o tres veces, como otras en que una sola visita es imposible, todo depende del estado anímico de la bestia.

El espectáculo de la llanura africana y el acontecer silvestre, centrado en tan extraordinario ejemplar, al cual ninguna descripción se acerca o puede hacerle justicia, constituye asunto único, no sólo para los pequeños, sino también para los mayores. Lo sé porque, desde mi lugar, los he visto regresar  una y otra vez y, crecidos los hijos, traer estos ahora a los suyos. Y así durante generaciones.

Ése día el público se aglutina a lo largo del gran módulo y va desfilando a empujones, haciendo temer que lo rompan y en las consecuencias que pueden derivarse de tal hecho, algo que por suerte no ha sucedido, a Dios gracias.

La impaciencia, algo común a la masa, parece ser la razón de que, dada las gruesas filas y la necesaria premura, a todos inquiete  que la belleza de aquel instante supremo  se les escape, desperdiciándose la oportunidad. Lo que no les ahorra intentarlo de nuevo, cada vez que sea necesario, tal es la sumisión que les  genera esa apenas vislumbre.

Entre tanto, como si supiera de estas dificultades, el ciervo se rehúsa a los grandes saltos y precipitadas carreras en esa inmensa llanura amarilla, creada para regocijo suyo. Consciente de su condición única, se echa en la hierba durante largos intervalos, sin que lo molesten los flashes o el bullicio de afuera. Y allí permanece hasta que cualquier suceso imprevisto, por lo general sin importancia, lo obliga a alejarse hacía estas zonas de refugio donde encuentra protección en mis labores de vigilante.

Sucedió una vez que, del otro lado, por encima del vidrio delantero, alguien lanzó un panal de abejas que puso en riesgo su integridad, causándose un trastorno tal que movió de inmediato a un cierre del evento. También los ha habido menores, que hablan más bien del grado de educación de quiénes, pocos realmente, disfrazando un verdadero interés, asisten.  Piedras, trozos de hierro, cajas de alimentos caducados, sogas, ramos espinosos, palos, etc., elementos con los que buscan, más allá de toda estupidez, buscar en vano una reacción violenta en tan exquisita criatura.

De este público, el que más despierta mis simpatías, obviamente son los niños. Observo como se desprenden de la mano familiar y, haciendo pantalla con las suyas, pegados al cristal, no pierden detalle de aquella escena suprema donde hay tantas cosas que mirar.

Advierto cómo vuelven los ojos a sus padres, como preguntando y esperando una explicación que nunca llega. Para ellos  todo es tan nuevo, que no salen de un solo asombro. No miento si digo que en tales casos me gustaría saltar las barreras y darles una respuesta a cada inquietud suya, pero esto es imposible, son muchas los obstáculos y vínculos que separan a un vigilante del resto de individuos.

Un día, sin embargo, estuve a punto de hacerlo y tuvo que ver con la graciosa damita que, colgada del brazo de su madre, se acercó a observar el ciervo y en lugar de volverse e interrogar a su madre, se detuvo a escudriñar cada recodo del lugar, hasta dar conmigo que, bajo un enorme samán, me protegía del crudo sol de África.

Era la primera vez que alguien encontraba algo perdido en el paisaje y mostraba un interés más allá de lo corriente. Todavía la recuerdo como si fuera ayer: boina roja, colocada con coquetería sobre un sinfín de rizos dorados, ojos oscuros y risueños y una boca tan pequeña como una fresa. Vestía una blusa de cuello redondo y una falda escocesa a cuadros negros y azules y, en su conjunto, era un primor.

No voy a decir que mi presencia allí le atrajera más que la del ciervo; sólo que, intrigada, se detuvo más de lo esperado en lo que apenas era un detalle de aquel panorama. Vi cómo, pensativa, acariciándose la barbilla, intentaba encontrar una explicación al hecho. Para no perder el paso, su madre la halaba de un brazo, pero ella se resistía, pues no quería limitarse a esa impresión inicial.

Del otro lado, yo la observaba, atraído por el encanto que emanaba de toda su personita. Casi me muero cuando, eludiendo al fin tanta atención materna, empezó a saltar en un solo pie, tal como hacen los niños cuando se abstraen en sus juegos y buscan por si mismos una respuesta. Después, como si al fin hubiera dado con una solución, se acercó al vidrio y, empañándolo con su aliento, en un mensaje que sólo era para mí, escribió con el dedo índice su hermoso nombre.

También en P&p+arte. No.2.