Gatos.
A diferencia de otros
nunca he tenido gatos
que acompañen mi existencia,
ajeno como soy
a familiaridad alguna
con miembros de otras especies.
Con mi propia soledad, basta,
me digo, de manera práctica.
En ocasiones, sin embargo,
me descubro escribiendo sobre ellos,
no a la manera platónica,
aferrado a un arquetipo,
sino coloquialmente, como si uno de ellos
hubiera saltado sobre mis piernas
y se me ofreciera como inesperado
presente de la vida.
Ahora, en eso no hay engaño, escribo
porque también fantaseo
y al fantasear los temas se suceden
unos a otros,
trátese de gatos o dragones.
Aunque al final
termina imponiéndose la realidad.
Una vez -que recuerde-, exhibían en una vitrina
del Museo Nacional una momia
egipcia de gato, junto a otras
de sacerdotes y altos funcionarios
de aquellas dinastías. No me hizo gracia
ese pellejo envuelto en lino deshilachado
que ya nada significaba
y que los siglos, como amo cruel, habían arruinado.
Así que pasé de largo.
Sin embargo,
al asomarme hoy al balcón
para saber qué tiempo me esperaba,
descubro en la ventana de enfrente
al gato de los vecinos,
gentes que no se dejan ver,
venidas quién sabe de dónde,
cuya única prueba de existencia
la constituye la pequeña bestia.
Negro y blanco, el pelaje brillante,
hermoso como un soneto de Baudelaire,
me atrevo a decir,
olvidado temporalmente
de contradicciones y reticencias.
Lo observo.
Ajeno a todo asunto humano,
como una deidad de piedra,
permanece allí horas enteras,
sin que haga mella en él
circunstancia alguna.
Ni el aire frío o el calor,
el bullicio o el azar.
Nada lo mosquea,
ningún sentimiento de mortalidad
altera su inhumana quietud.
Y en esto se van las horas, el día.
El tiempo que, impávido –no hay que decirlo-,
a todo sobrepasa y momifica.